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SANGREyLITERATURA

CUENTOS

REQUIEM POR UN POETA SUICIDA.

REQUIEM POR UN POETA SUICIDA.

 

 

Sexual desde mi juventud y aún en mi tardía madurez, sentimientos probos y admirador de la belleza de la mujer, daltónico de las letras, platónico de amores, soñador de sueños, cantor de coplas sin notas porque no tengo nada de voz, actor de farsas y dramas siendo siempre yo mi propio autor, adepto a lo oculto, la magia, las estrellas y las sábanas de seda, ortodoxo de la rima, convexo de mis ojos y catador de música.

 

José Luís Calva Zepeda

El poeta caníbal.

1969-2008

 

 

 

 

Dejó de leer; puso énfasis en su lenguaje corporal al poner mis escritos en el sillón adyacente; y sonrió maliciosamente. Volvió a usar el lenguaje corpóreo al no darme su mirada por llevarla a sus uñas antes de decir:

-No le entendí.

-Vaya, cómo es posible que no entiendas versos tan excelsos…

-Sí, tienes razón, pero, ¿qué es exelso?

-¡Excelso! Excelente, supremo, lo máximo, lo non plus ultra… -me detuve al ser conciente de su mayúscula ignorancia .

-Yo quiero estar en tus versos después de que me hagas tuya.

Sonreí y le miré complacido, En el departamento había música a bajo volumen. Me acerqué a ella. Mis labios buscaron su cuello. Emitió un leve quejido antes de invitarme a poseerla, con una frase, tan excelsa, que me llevo a escribir el siguiente poema a su memoria :

 

CÁRCEL DE AMOR

 

Degusté tu cuello.

Saboreé tu dulce amor.

Fue comunión.

Eres mía por siempre,

Aunque esté aquí,

Entre muros fríos y húmedos

Que atrapan el recuerdo de tus últimas palabras:

Cómeme, hazme tuya.”

VIEJA FÁBULA

VIEJA FÁBULA

I

La libre saltó y huyó. No tiró balazos. Salió, tranquilamente, con la escopeta chaquetera,de doble cañón recortado, con la que apuntó a los pejotas que decidieron no entrarle. Con esa huida le crecieron los huevos, el odio y la fama. Se volvió más cabrón y sanguinario. Comenzó matando a Zorro uno, el comandante del grupo “Zorros” ; se siguió con el hermano de Juan Tirado Martínez, un vale de apenas 20 años, que aunque heredó, en diminutivo, el alias de su hermano, no era como él, pues, Julio Tirado Martínez, alias el Burrito, se dedicaba a la panadería y no supo que su hermano, el Burro, fue quien dio el pitazo a los policías judiciales que rodearon la casa de Jiutepec, en donde la Libre se encontraba, empiernado y romanticón, con la Lucha; mujerón de un metro ochenta centímetros que dos semanas después, llorando, dijo: “Jesús, después de que te fuiste, el culero ese, el Zorro, entró a la casa y me cacheteó.”

 

 

II

Nadie sabe cuándo Jesús Librado Galindo se convirtió en la Libre o si estuvo casado o tuvo mujeres. Apareció en su primer asalto a un ingenio azucarero con tres muertos por balas de tresochenta, eso sin contar al taxista al que mató un día antes, para quitarle el carro con el que llegarían y huirían del ingenio azucarero. La luz de los faros de ese carro sirvieron para medio alumbrar el sitio, en despoblado, en donde la Libre y sus secuaces se repartieron los billetes a partes iguales, pero en diferentes cantidades, pues lo hicieron por unidad sin tomar en cuenta la denominación del billete, con lo que a todos les tocaron ochenta y cinco billetes, que multiplicados por tres, hacen los doscientos cincuenta y cinco billetes que los administradores del ingenio azucarero dijeron que equivalían a un millón de pesos.

 

 

III

A Fausto Valladares Villa, le gustaba jugar pool, tomar cerveza oscura y necesitaba dinero para mantener a su nueva amante, a la que decía de veras querer y por la pensaba dejar a su esposa, así que la noche que creyó coincidir con su compadre Juan Tirado Martínez en los billares “Modelo”, se lo dijo. El compadre sabía lo que le ordenaron decir, pero primero jugó billar con él por dos horas, pagó por las cervezas consumidas, vio la foto de Rosita, la amante, advirtió del enojo de la comadre y remató con “Si de veras necesitas lana, te diré que hay un vale que le gustaría conocerte, que según sé, llegará a las dos o tres.”

 

La libre habló poco durante la última ronda de tres juegos de pool y cerveza; sólo dijo: “Árajo, burro, te chingaron.”; y, casi al amanecer, cantó derecho el tiro: asalto rápido, repartición igualitaria de lo robado, “nadie habla y seguimos amigos.” En la puerta tasera, al despedirse, ya borracho y fanfarrón, Fausto Valladares Villa, que moriría en el tercer asalto al ingenio azucarero de Zacatepec, Morelos, de donde era vigilante, sacó las fotos de su amante y la de su esposa y pidió una opinión a su compadre y la Libre sobre quién era más bonita.

 

 

IV

No era alto, no era guapo, era la Libre, por eso, en la primera oportunidad que tuvo, que buscó y encontró en el mercado, la libre habló: “Perdón señora, ¿me puede hacer un favor?” Espero el gesto de extrañeza en la cara femenina y remató su inicial ataque: “Por favor le pido que se salga de mi mente, estoy enfermo de tanto pensar en usted.”

 

En el tercer asalto al ingenio azucarero de Zacatepec, un cuatro de mayo, la liebre mató al marido de la Lucha, a los nueve días, también a solicitud de su amante, mató a la Rosita, y a finales de diciembre se fue a vivir a casa de la Lucha.

 

V

Francisco Zacapala Jaramillo, alias Pancha la bigotona, tenía un restaurante a orilla de carretera en el que se comía una sabrosa cecina de Yecapixtla; hasta ahí llegaron el Burro y su compinche de ocasión, del que la historia no registra el nombre, a robar a mano armada el producto de la venta de un día domingo cualquiera. La bronca fue que Pancha la bigotota sacó tremendo fuscón calibre cuarenta y cinco y mató al amigo e hirió al Burro en el glúteo izquierdo.

 

VI

La Liebre era difícil de apantallar, sabía reconocer la valentía de otros, tenía un extraño sentido del humor y un gran respeto por Don Juan Gaytan, un viejo lechero que en su juventud le regalaba leche caliente: -Ten vale, aunque sea esto métete a la panza-: por eso, a solicitud de éste, aceptó hablar con Pancha la bigotona, quien le dijo: “Señor Liebre, yo lo puto lo tengo acá abajo, pero como hombre le digo a usted, poniendo de testigo a la virgencita de Guadalupe: Yo no sabía que los vales esos eran sus amigos. Ellos llegaron a mi negocio como clientes; bebieron, comieron y a la hora de pagar, sacaron las pistolas, golpearon a mis empleadas, me gritaron puto y me tiraron de balazos antes que yo a ellos.”

 

VII

Cuando el nuevo comandante del grupo Zorros fue presentado, más de uno pensó que Jesús Guerra Altamirano, alias el Tortugo, por lento y chismoso, no era el ideal para poder cazar a esa liebre. Por lento, se le escapó la Libre de un sembradío de caña de azúcar en que se escondió tras enésimo asalto: Tardó en prenderle fuego a la caña y la Libre saltó y huyó. Por chismoso, concedió una entrevista a la revista “Policías y encueradas” en la cual filtró que Pancha la bigotona y la Libre eran “muy intimos amigos.”

 

VIII

La libre llego a su madriguera. Pudo saltar y huir, pero no quiso, tampoco desenfundó ni pensó en disparar y murió de los dos disparos de escopeta que le hiciera la Lucha, a nivel del corazón, un catorce de febrero de aquel año del ochenta y cinco.

 

 

 

 

 

EL ZAPATERO

EL ZAPATERO Tras una vida ambulante / anda El judío errante.Eugéne Sue

Miguel veía con atención al viejo con el que su padre hacía tratos:

-¿Cuánto me va a costar?

-Barato, patrón; cinco cobres.

 

El precio fue aceptado y el trato se cerró, por lo que dio comienzo los afanes del viejo: Puso sobre el suelo una gran bolsa de lona, de la que sacó un banquillo y los enseres necesarios para reparar el par de zapatos por los que cobraría las cinco monedas de veinte centavos.

 

La abuela de Miguel, gran observadora, decidió aprovechar la curiosidad de su nieto por el zapatero ambulante, y en los siguientes días, cualquier impertinencia o berrinche del pequeño Miguel, fue reprimida con la misma amenaza:

-Si no te calmas, le diré al zapatero que te lleve con él.

 

Para reforzar su amenaza, le contó la historia de un zapatero judío llamado Severo, el cual tenía su casa en el sitio por donde pasó Jesucristo rumbo al Gólgota: “Cristo desfalleció, doblegado bajo el peso de la cruz, y los soldados romanos pidieron a Severo que lo dejará descansar un momento en el zaguán de su casa. Severo, no sólo se negó, sino que le pegó con una de sus herramientas y le dijo a nuestro señor: ¡Camina! Jesús le respondió: Me voy, pero tú esperarás a que yo vuelva.” Ahí, su abuela hacía una pausa, y al continuar con el relato, su voz adquiría un tono triste al decir: “Y por siempre, desde entonces, de día o de noche, a través de los tiempos, Severo vaga alrededor del mundo esperando la segunda venida de Jesucristo.” Conciente de que su nieto podría tener dudas, la abuela, terminaba siempre la historia con un: “Si no me crees, pregúntale cómo se llama.”

 

Las dudas y la curiosidad, llevaron a Miguel a los libros, fue ahí en donde encontró otros nombres del judío errante: Ahasverus o Ahsevero, Asuero, Buttadeu, Isaac Laqueden o Laquedem, Joseph Cartaphilus o Catafilo, Michob-Ader, Salatiel, Samer, Serib-Bar-Elia...; pero Miguel, nunca se atrevió a preguntar el nombre al zapatero que esporádicamente llegaba a reparar el calzado de su familia.

 

Los libros que leyó en su infancia, lo llevaron a otros, y esos otros, primero a estudiar arqueología, y luego, a especializarse en la arqueología de la primeros tiempos del cristianismo.

 

Y su dedicación al estudio y a su trabajo le crearon prestigio y fama, sin embargo, Miguel no dejo nunca de indagar en cualesquier libro especializado que caía en sus manos, todo lo que pudo sobre el judío errante, supo así: “Que la leyenda del judío errante no se encuentra en la Biblia, ni en los evangelios apócrifos”; “Que existe la sospecha que dicha leyenda se formó en Constantinopla en el siglo IV; y de ella se conocen dos versiones principales: la de Oriente, citada en el siglo XIII por Mateo de París, monje de san Albano, que hace portero de Poncio Pilatos al judío errante; y la de Occidente, más antigua en Europa que la primera, y de la que se desprende que era un zapatero”; “Que un autor de la Edad Media estableció que cada cien años el maldito sufre una terrible enfermedad de la que se recupera, pues no puede morir sino hasta que regrese Jesús”; “Que Jesucristo vendrá cuando los varones y las hembras se mezclen sin distinción de sexos, cuando la abundancia de víveres no aminore su precio, cuando los pobres no hallasen quien los socorriese por estar extinguida la caridad, y cuando los templos dedicados al dios verdadero sean ocupados por ídolos”; “Que el judío errante sólo lleva cinco monedas de cobre”; “Que el judío errante es, con toda certeza, nada más que una metáfora de la expansión por el mundo del pueblo judío...”

 

Cuando las monedas de cobre salieron de circulación y sólo se les encontraba en tiendas especializadas; cuando ya nadie recordaba el último artículo publicado por Miguel en las revistas de arqueología; cuando habían transcurrido veinte años de su jubilación; justo entonces, la herencia y el tiempo se posesionaron de su cerebro en forma de la enfermedad de Altzheimer. Las proteínas responsables de la memoria dejaron de producirse en su sustancia gris, y sólo permanecían en ella los primeros recuerdos de Miguel, los que, mezclados con los pocos recuerdos recientes, le hicieron teclear en su vieja maquina de escribir lo que él pensaba sería su mejor artículo; al que tituló: “El sida, la carestía, la falta de altruismo y las sectas religiosas salvarán al judío errante”.

 Los editores de los Annals of Archeology no aceptaron publicarlo.

CONEJILLO DE INDIAS

CONEJILLO DE INDIAS

 

Un gesto y un ¡Ay!, fue lo que el diablo obtuvo de Juvenal Baylón al puncionarle una vena del antebrazo derecho; también le extrajo diez mililitros de sangre, los cuales vació de inmediato en un bolígrafo especial con el que se firmó el contrato por el cual Juvenal cambiaba su alma por inmortalidad, riquezas y eterna juventud.

 

Ese día, el sol brillaba con intensidad en Cancún y la temperatura era de treinta y nueve grados a la sombra; por ello, Juvenal se dirigió a unos de los cubículos que en el interior tenían un cajero automático y una agradable temperatura. Frente al cajero, Juvenal pensó en una cifra: Diez mil, veinte mil; sin embargo, al recordar que el cajero sólo podía darle tres mil pesos por día, fue que tecleó esa cifra. Ya con el dinero en sus manos y la pantalla del cajero preguntando si haría otra operación, Juvenal, pidió que le fuera impreso su saldo. Cuando Juvenal salió del cajero, sonreía y llevaba un papel en la mano izquierda en el que estaba impresa una cifra de más de diez ceros a la derecha.

 

Con el sudor en la frente, Juvenal, pensó en la playa y en el agua, así que fue a comprar un traje de baño, unos huaraches, un bronceador y se dirigió al club de playa más exclusivo del puerto. Ahí, pidió y tomó dos, tres, varios cocos con ginebra, los cuales hicieron estragos en su comportamiento, pues el capitán de meseros, parado frente a él, le pidió amablemente: “Por favor, señor, le agradecería que dejará de molestar a los demás clientes”. Juvenal, asintió con la cabeza y, trastabillando, se dirigió a darse un chapuzón en la playa.

 

El grado de embriaguez de Juvenal, era tal, que a los pocos minutos de ser llevado de un lado a otro por las olas, gritó en demanda de auxilio. El salvavidas del club de playa corrió en su ayuda, y de no ser un joven sano y fuerte, hubiese muerto en el intento de rescate de Juvenal. Los ciento veinte kilos de peso de Juvenal impidieron que fuera rescatado, y se hundió...

 

 Cuatro horas después, en la arena de otra playa, el voluminoso cuerpo de Juvenal, era apenas movido por las olas. Media hora paso antes de que Juvenal recuperara la conciencia; misma que le hizo recordar el contrato que firmó con sangre: “Vaya, en un sólo día he comprobado que soy rico e inmortal. Ahora sólo falta saber si en verdad seré eternamente joven”. Después de mucho meditarlo, llegó a la conclusión de que únicamente el paso del tiempo le permitiría confirmar su eterna juventud.

 

Con la tranquilidad que da el dinero, Juvenal, se dedicó a gastar el dinero en viajes, francachelas, mujeres y vicios; y la confianza que da el saberse inmortal, le llevó a la práctica de los deportes extremos, el manejo de motocicletas y automóviles de lujo a grandes velocidades y al sexo sin protección...

 

Los días, los meses, los años y cualquier otra forma de compactar el tiempo, llegaron y se fueron, y el vaivén de la vida puso a Juvenal en deslucido hospital, en donde ciego, desnutrido e inmóvil, oye a los médicos, que sin prudencia comentaban frente a él: “Lo conocí cuando yo era estudiante y ya estaba en fase terminal”; “Tiene sarcoma de Kaposi, citomegalovirus y tuberculosis”; “Ochenta y cinco años con sida, ¿puedes creerlo?”

 Juvenal se siente como un conejillo de indias; un conejillo de indias inmortal...

LOS SUEÑOS DE DON LUIS

LOS SUEÑOS DE DON LUIS
De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden
Jorge Luis Borges
 Cuando el médico terminó de explorarlo y leía los resultados de los exámenes de laboratorio en los que fijaba la vista, le preguntó a manera de regaño:

-¿Toma sus medicamentos y hace dieta cómo yo le recomendé?

Don Luis, sonrió con ironía antes de escucharse decir una mentira:

-Claro, doctor.
El endocrinólogo también sonrió un instante, pero luego adquirió un aire de seriedad cuando pensando en que es la neuropatía diabética, la que tras afectar al nervio óptico, termina por dejar ciego a los diabéticos. Así que concluyó la consulta con una recomendación:
-Le voy a dar un pase para el Oftalmólogo. Quiero que lo revise. Espero que vaya. 
Don Luis regresó a su casa a sus tareas de siempre: la lectura y traducción de diversas obras literarias. Aunque últimamente, no eran precisamente “obras” lo que la editorial le encargaba traducir. Su secretaría, políglota como él, notaba el desdén con el cual don Luis se refería a último libro que traducían del alemán:
 -Bien, continuemos con la traducción de este librejo.Sólo una cuartilla fue traducida aquel día, y la secretaría de don Luis, se retiró pensativa a su casa:
“Pobre de don Luis, la diabetes lo esta acabando”
 
Una vez sólo, don Luis pensó en que si el endocrinólogo le enviaba con el oftalmólogo era porque su ceguera sería total en poco tiempo, tal y como él lo temía. Tan concentrado estaba en sus pensamientos que olvidó tomar sus tabletas hipoglucemiantes y el inyectarse su dosis nocturna de insulina.
 

Esa noche tuvo un sueño sensacional: soñó en una ciudad de libros, en Alejandría, en cuya alta y honda biblioteca, erró por sus lentas galerías, ahí encontró diversas enciclopedias y atlas de oriente y occidente. Encontró en esos libros: siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías...

 
Al otro día, por la mañana en que despertó, pudo recordar íntegro su sueño. Repasó mentalmente cuál había sido su itinerario del día anterior, con el animó de encontrar una relación causa efecto entre lo que había hecho y lo que soñó.
 
Llamó a su secretaria y le pidió que como ayer, se presentara sólo por la tarde a su casa. También en ese día, sólo una cuartilla tradujeron. Y al llegar la noche, esta vez de manera conciente, no tomó sus tabletas hipoglucemiantes ni se aplicó la insulina. El sueño se repitió, sólo que esta vez pudo leer otros libros, otras verdaderas obras.
 
El sonido del timbre lo despertó. Después de abrir la puerta, y sin dejar pasar a su secretaria, le dijo:
-Tómese el día. Venga mañana por la tarde- Al ver la incredulidad en su cara, agregó: No pasa nada, sólo que hoy quiero dormir y soñar un poco más... 
Nadie podrá decir que no lo meditó. Lo hizo, y mucho. Al final tomó una decisión: En el resto del día no ingeriría sus tabletas ni se aplicaría insulina. Así, seguro, tendría más tiempo para leer todos aquellos libros, que en la biblioteca de Alejandría le esperaban.
 
En la tarde del siguiente día, ante el temor de la secretaría, hubo que llamar a la policía, los bomberos y a un cerrajero, pues ante los insistentes timbrazos, don Luis nunca abrió la puerta. Encontraron a don Luis en su cama. Su respiración era dificultosa y tenía un extraño tufo a manzanas podridas.
 
El endodrinólogo diagnósticó: “Es un coma cetoacidótico”, pero como la secretaria no entendió que era eso, sólo atinó a agregar:
-Parece que estuviera dormido. Mírelo, si hasta sonríe. 
Y es verdad, don Luis, sonríe, en la biblioteca de Alejandría, al pensar en los versos que hace tiempo escribió: “Al errar por las lentas galerías/ Suelo sentir con vago horror sagrado/ Que soy el otro, el muerto, que habrá dado/ Los mismos pasos en los mismos días”.

TREINTA DE AGOSTO.

TREINTA DE AGOSTO.

-El día en que murió Teódulfo Albarrán fue un domingo de plaza. Nosotros nos enteramos cuando estábamos comiendo en la fonda de mi tía Leandra. Todo mundo puede atestiguar eso. Es más, antes estuvimos en la tienda de don Jaime Corrales; a él y a mi tía pueden preguntarles si nos vieron nerviosos. Porque yo digo que alguien que mata a un hombre, seguro se pone nervioso.

 

-Nadie esta diciendo que alguien de la familia lo haya matado- la voz del hijo es condescendiente.

-Pero lo pensaron...

-¿Quién, papá, quién?- interroga la voz del hijo.

-Su familia y la pinche gente chismosa.

 

El hijo intenta decir algo, pero un dedo índice puesto sobre la boca de su hermano menor lo hace desistir, lo mismo que las caras y gestos de sus otros hermanos y hermanas que rodean la cama de su anciano padre.

  

El silencio que sigue le permite a don Canuto llevar sus pensamientos a otro lugar y otro tiempo: al treinta de agosto de mil novecientos catorce, cuando con sus siete años de edad camina tomando de la mano de su madre y tras su abuela paterna que va unos pasos delante de ellos, quien a su vez es precedida por su hijo, que a caballo los encabezaba. La vereda es estrecha y con diversos vericuetos que impiden ver a los que delante de ellos también van o regresan de Arcelia. Fue eso lo que quizá impidió que Teódulfo Albarrán los viera y huyera. “Hasta aquí llegaste hijo de la chingada” dijo su padre al tiempo que apuntaba con su retrocarga al pecho de aquél hombre en una de las vueltas del camino. “¡No hijo, no lo mates!”, oye otra vez don Canuto gritar a su abuela. Luego sus recuerdos se hacen confusos: Gritos, llantos y suplicas de su madre y de su abuela se mezclan en su mente, para finalmente clarificarse en la voz de su padre: “Que te valga hijo de la chingada que mi madre esta aquí” y ¡Zoc!, remata lo dicho con un culatazo a la cabeza de Teódulfo Albarrán, quien primero cae hincado frente a ellos y después, bocabajo y comienza a respirar ruidosamente. Ahí le dejan, y continúan su camino rumbo Arcelia, en donde su padre, todavía malhumorado, compra una nueva culata de madera para su carabina. Cuando han terminado las compras para la despensa de la semana, se dirigen a la fonda de doña Leandra Salgado, parienta lejana de ellos, en donde comen lo habitual: aporriadillo y combas. Es ahí en donde se enteran que Teódulfo Albarrán a sido encontrado muerto al lado de la vereda que comunica Tlalchichilpa con Arcelia.

  

El ejercicio mental que representó ordenar y clarificar sus recuerdos fue agotador para don Canuto, por lo que se duerme por treinta minutos, tras los cuales despierta para preguntar:

-¿Qué fecha es hoy?

-Treinta de agosto- le responde su hijo mayor.

 -Quiero confesarme. Traigan un sacerdote.

Sólo cuando don Canuto ha de confesarse, sus hijos e hijas abandonan el ruedo que hacen a la cama en que su padre pasa sus últimos momentos.

  Por la noche de ese treinta de agosto de mil novecientos noventa nueve, a los noventa y dos años de edad, falleció don Canuto Salgado Salgado. A su velorio, sepelio y novenario no acudió ningún miembro de la familia Albarrán.

TRES MARAVILLOSOS DÍAS

TRES MARAVILLOSOS DÍAS Al amanecer se escuchó un largo y lastimoso lamento, al que siguió un susurro que se propagó, de los cuartos contiguos al número nueve, hasta la calle. La vieja vecindad del centro del Acapulco se despertó. Después de los comentarios, necesarios entre los inquilinos, hubo el que sugirió formar las comisiones para recolectar dinero entre los comerciantes y vecinos del barrio. Las comisiones partieron. Tras unos minutos, las mujeres, principalmente las ancianas, fueron las primeras que penetraron al cuarto, y al regreso de las comisiones, algunas ancianas dejaron su lugar a las mujeres jóvenes, pero casadas, que prepararon el café, que servirían en los vasos desechables, y repartirían el pan. Afuera, en el patio, hombres y mujeres, solteros y coquetos, lavaban el piso, en el que se colocarían las sillas, las flores, los cirios en los candeleros de cobre y el ataúd. Cuando hubo que vestir y meter en el féretro a don Pedro, y sólo entonces, les fue franqueado el paso a los hombres de entre treinta y cincuenta años.

Por la noche, los desgarradores lamentos de doña Lupita llegaron a todos los ahí presentes, quienes los interpretaron de diferentes maneras: “Le teme a la soledad”, “Lo debe haber querido mucho, pobrecita”, “No la deja su conciencia, tan mal que lo trato en vida”, “Pinche vieja hipócrita...” Sin embargo, unos y otros, independientemente de lo que pensaran, le expresaron sus condolencias: “Sea fuerte doña Lupita”, “Mi más sincero pésame”, “Resignación, doña Lupita, resignación”, “El consuelo le llegara tarde o temprano, doña Lupita, sobretodo cuando se de cuenta de que ahora él ya no sufre y descansa en paz”, “Recuerde los momentos de felicidad junto a él”...

En algún momento del velorio, le llego la calma y se le vio serena y pensativa; y hasta sonriente, dirían después de la anciana los chismes de vecindad. Nadie podía saber que al estar pensativa, doña Lupita rememoraba la violencia que Pedro ejerció el día en que se la robó sin su consentimiento; o los malos tratos que le dio desde el primer día de su vida de pareja; o el que estos malos tratos se debían a que Pedro la culpaba de ser él impotente...

Tampoco nadie supo que la sonrisa fue porque doña Lupita recordó los únicos momentos felices junto a Pedro. Fueron los tres últimos días en la vida de Pedro. Tres maravillosos días. Los únicos tres días en que ella conoció lo que era un orgasmo. Lo recordaba perfectamente: el lunes anterior, Pedro llego de ver al médico y le dijo: “Te tengo una sorpresa”. Luego, sin tacto alguno, la despojo de su ropa y la aventó sobre la cama para poseerla con un frenesí inusitado. El martes y el miércoles fue lo mismo: tres violentas posesiones y tres sensacionales orgasmos. El jueves, Pedro amaneció muerto.

El único que en el velorio podría saber algo sobre la sonrisa de doña Lupita era el doctor Quirarte, viejo médico del barrio en el que vivía doña Lupita y sus chismosos vecinos, sólo que éste no dijo nada; aunque sí lo pensó: “Pobre don Pedrito, se me hace que abusó de las tabletas de Viagra que le receté. Yo le dije que sólo tomara una al mes porque le podían venir complicaciones cardiacas”

MI REFLEJO

MI REFLEJO

“¿No te lo dije? Sí, qué tonta, qué triste, qué obviamente inútil es nuestra imagen en el espejo, a veces.” Agustín Mosreal.

El recuerdo más viejo que tengo de aquel espejo está asociado al primer y único regaño que recibí de parte de mi abuelo: fue la ocasión en que la curiosidad de mis ocho años me hizo entrar al cuarto de la chandera, que es como en la familia se conocía al pequeño cuarto bajo la escalera en el que se guardaban todas las cosas viejas, inservibles o inútiles que en la gran casa de mi abuelo existían. Con la ayuda de una silla, tomé las llaves que vi colgar, en un clavo de la pared, a mi abuelo. Cuando estuve dentro, se aceleró mi corazón cuando la luz del pequeño foco iluminó las viejas máquinas de escribir, las planchas de hierro, los candeleros de plata, los implementos de agricultura, pero fue el gran espejo el que captó mi atención por más tiempo. Al ver reflejado en él mi regordeta figura, me reí y que comencé a hacer muecas... A un tiempo, dos cosas captaron mi atención: la mano derecha de mi reflejo, que era mi mano izquierda, y que se movió, llamándome, sin que hubiese existido el movimiento equivalente de mi mano izquierda, y, la entrada de mi abuelo a través de la puerta. -¡¿Qué haces?! ¡Deja ese espejo!- me gritó con una voz y tono que nunca antes, ni después, le volvería a oír.  

La segunda ocasión en que entré al cuarto de la chandera fue el día en que mi abuelo murió, mi padre me pidió que le ayudara a sacar los candeleros de plata en los que se colocarían los cirios para velar a mi abuelo. Como sabía que en el fondo y a la izquierda estaba el gran espejo, hacía ahí dirigí la mirada, pero no vi mi imagen en el espejo cubierto de polvo. 

A insistencia de mi esposa, nos mudamos a la gran casa que heredé de mi abuelo, fue la tercera vez que entre al cuarto de la chandera, fue después de que mi esposa terminó de asearlo, y mientras los niños jugaban pelota en el jardín y ella se ocupaba de acondicionar las recamaras de la parte superior, llevé al cuarto de la chandera el sillón favorito de mi abuelo. Los últimos diez días no había podido dormir bien, así que después de colocar el sillón sobre la duela, me senté en él y cerré los ojos en un intento por descansar. El siseo que se produjo a los quince o diez minutos de estar ahí, me hizo abrir los ojos y ver mi cara reflejada en el espejo ya sin polvo solo que la misma no reflejaba el cansancio y desvelo que yo padecía, por el contrario, la cara estaba sonriente y me repitió la seña que años antes me había hecho: su mano derecha me llamo. Esta vez, sin la voz de mi abuelo que me lo impidiera, fui al espejo y coloque mi mano izquierda sobre su equivalente diestro del reflejo en el espejo. Inmediatamente, mi mano fue mas allá de la barrera que le imponía la superficie del espejo, como la sensación fue a la vez extraña y agradable, seguí introduciendo el antebrazo y el brazo, para finalmente introducirme totalmente dentro del espejo. La duda que entonces me invadió, me hizo saltar hacia fuera a los pocos segundos. De espaldas al espejo, oí que mi reflejo me llamaba: -Ven, no tengas miedo-. Y en verdad no sentía miedo, y si en cambio, una sensación difícil de describir, quizá muy semejante a la que tuve cuando por primera vez hice el amor; y como en aquella ocasión, también en ésta quise repetir la experiencia; por ello, me introduje de nuevo en el espejo casi al mismo tiempo que mis hijos, pateando la pelota, entraron al cuarto de la chandera. La pelota vino a dar directamente al espejo y lo rompió en varios pedazos, los mismos que mi esposa juntó y mandó recortan en formas ovales, cuadradas, rectangulares y circulares, que enmarcó en pequeños espejos de mano y que regala a nuestros familiares cuando los visita en compañía de mis dos hijos y de él, de mi reflejo.