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SANGREyLITERATURA

MI REFLEJO

MI REFLEJO

“¿No te lo dije? Sí, qué tonta, qué triste, qué obviamente inútil es nuestra imagen en el espejo, a veces.” Agustín Mosreal.

El recuerdo más viejo que tengo de aquel espejo está asociado al primer y único regaño que recibí de parte de mi abuelo: fue la ocasión en que la curiosidad de mis ocho años me hizo entrar al cuarto de la chandera, que es como en la familia se conocía al pequeño cuarto bajo la escalera en el que se guardaban todas las cosas viejas, inservibles o inútiles que en la gran casa de mi abuelo existían. Con la ayuda de una silla, tomé las llaves que vi colgar, en un clavo de la pared, a mi abuelo. Cuando estuve dentro, se aceleró mi corazón cuando la luz del pequeño foco iluminó las viejas máquinas de escribir, las planchas de hierro, los candeleros de plata, los implementos de agricultura, pero fue el gran espejo el que captó mi atención por más tiempo. Al ver reflejado en él mi regordeta figura, me reí y que comencé a hacer muecas... A un tiempo, dos cosas captaron mi atención: la mano derecha de mi reflejo, que era mi mano izquierda, y que se movió, llamándome, sin que hubiese existido el movimiento equivalente de mi mano izquierda, y, la entrada de mi abuelo a través de la puerta. -¡¿Qué haces?! ¡Deja ese espejo!- me gritó con una voz y tono que nunca antes, ni después, le volvería a oír.  

La segunda ocasión en que entré al cuarto de la chandera fue el día en que mi abuelo murió, mi padre me pidió que le ayudara a sacar los candeleros de plata en los que se colocarían los cirios para velar a mi abuelo. Como sabía que en el fondo y a la izquierda estaba el gran espejo, hacía ahí dirigí la mirada, pero no vi mi imagen en el espejo cubierto de polvo. 

A insistencia de mi esposa, nos mudamos a la gran casa que heredé de mi abuelo, fue la tercera vez que entre al cuarto de la chandera, fue después de que mi esposa terminó de asearlo, y mientras los niños jugaban pelota en el jardín y ella se ocupaba de acondicionar las recamaras de la parte superior, llevé al cuarto de la chandera el sillón favorito de mi abuelo. Los últimos diez días no había podido dormir bien, así que después de colocar el sillón sobre la duela, me senté en él y cerré los ojos en un intento por descansar. El siseo que se produjo a los quince o diez minutos de estar ahí, me hizo abrir los ojos y ver mi cara reflejada en el espejo ya sin polvo solo que la misma no reflejaba el cansancio y desvelo que yo padecía, por el contrario, la cara estaba sonriente y me repitió la seña que años antes me había hecho: su mano derecha me llamo. Esta vez, sin la voz de mi abuelo que me lo impidiera, fui al espejo y coloque mi mano izquierda sobre su equivalente diestro del reflejo en el espejo. Inmediatamente, mi mano fue mas allá de la barrera que le imponía la superficie del espejo, como la sensación fue a la vez extraña y agradable, seguí introduciendo el antebrazo y el brazo, para finalmente introducirme totalmente dentro del espejo. La duda que entonces me invadió, me hizo saltar hacia fuera a los pocos segundos. De espaldas al espejo, oí que mi reflejo me llamaba: -Ven, no tengas miedo-. Y en verdad no sentía miedo, y si en cambio, una sensación difícil de describir, quizá muy semejante a la que tuve cuando por primera vez hice el amor; y como en aquella ocasión, también en ésta quise repetir la experiencia; por ello, me introduje de nuevo en el espejo casi al mismo tiempo que mis hijos, pateando la pelota, entraron al cuarto de la chandera. La pelota vino a dar directamente al espejo y lo rompió en varios pedazos, los mismos que mi esposa juntó y mandó recortan en formas ovales, cuadradas, rectangulares y circulares, que enmarcó en pequeños espejos de mano y que regala a nuestros familiares cuando los visita en compañía de mis dos hijos y de él, de mi reflejo.

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