ZAPATILLA DE CRISTAL
En cuclillas, en la dura labor de dejar reluciente el piso, pensó en su madre, en la muerte de ella, en su padre que se volvió a casar, en su madrastra, en sus hermanastras, en el baile que el rey hacía para escogerle novia a su hijo el príncipe, en las ganas que tenía de ir a ese baile y en cuentos de hadas. Suspendió su quehacer, meneó la cabeza de lado a lado y sonrió con tristeza antes de continuar puliendo el piso. Y así hubiera seguido de no ser por el pequeño ruido -¡pof!- que hizo al aparecer el hada madrina, la que le dijo:
-Vengo para hacerte realidad tus deseos. Iras al baile y bailarás con el príncipe que se enamorará de ti. Sólo te pongo una condición: Tienes que salir del baile antes de que de que el reloj dé la última campanada de las doce. ¿Está claro?
-Sí, sí- dijo cuando hubo salido de su sorpresa y aventado la franela y la cubeta lejos de sí.
Al palacio real llegó en una lujosa carreta jalada por cuatro hermosos corceles, con un magnífico vestido, su pelo adornado con un lindo sujetador de oro y diamantes, y, en el colmo de las coincidencias, con unas hermosas zapatillas de cristal. Causó sensación su hermosura y su elegancia en el vestir, por lo que ocurrió lo que pronóstico el hada madrina: bailó con el príncipe, y éste le declaró su amor, justo en el momento en que el gran reloj de palacio comenzó a dar las doce campanadas que señalaban la media noche. Con el temor reflejado en su rostro, se separó del príncipe y corrió a la salida. Afuera, vio cuando la carreta volvió a su anterior forma de calabaza, a los caballos volver a ser los pequeños ratones que antes eran, y como el lujoso vestido se transformó en los harapos que apenas cubrían su cuerpo. Tuvo que caminar hasta su casa, a donde llego muy de madrugada, pero afortunadamente antes de que regresaren del baile su madrastra y sus dos hermanastras. A la mañana siguiente, cuando pulía el piso de la sala, tocaron a la puerta, y hubiese abierto la puerta sino es que a grandes gritos su madrastra se lo impidiera:
-¡No abras! ¡Lo haré yo!- y agregó un poco más calmada: -Tú, vete a esconder a la cocina que nada tiene que ver contigo esto; el príncipe anda buscando, casa por casa, a la bella princesita que ayer olvidó una zapatilla de cristal antes de huir del baile. Ha prometido que se casará con aquella a quien le quede perfectamente la dichosa zapatilla. Ojalá le quede a alguna de mis hijas.
La mala madrastra no le tuvo que repetir la orden, pacíficamente tomó los enseres del aseo y se fue a la cocina, pero no a esconderse, pues había mucho quehacer pendiente, así que se puso a fregar y pulir el piso de la cocina. Desde ahí, oyó que a la mayor de sus hermanastras la zapatilla le quedó chica, y que a la menor de ellas le quedó grande, y también oyó que a la pregunta del príncipe de si había alguien más en esa casa, su madrastra contestaba:
-Sólo la servidumbre.
-Que vengan- ordenó el príncipe.
-Pero...- intentó replicar la madrastra.
-¡Haga lo que se le ordenan!- gritó uno de los acompañantes del príncipe.
Herida en su orgullo, la madrastra fue a la cocina, de donde llegó acompañada por quién perdió rápidamente la sonrisa de su rostro cuando el príncipe, decepcionado y sin reconocerlo, dijo:
-Tenía razón, no tenía caso- y dio la media vuelta para salir de la casa seguido de su comitiva.
No fue necesario que la madrastra le ordenara retirase, arrastrando los pies, se dirigió a la cocina, en donde triste, decepcionado y desesperanzado reinició su diaria labor; lo hizo con la delicadeza propia de un hombre como él, pero a diferencia de otras veces, esta vez puso más empeño y esfuerzo cuando comprendió que hacer el aseo de la casa, lavar la ropa y cocinar para su padre, su madrastra y sus hermanastras le servía de terapia ocupacional y le hacía olvidar los cuentos de hadas y sus sueños de ser una bella princesita.
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