CUENTO INCONCLUSO
-Siempre hay un tiempo para todo, aunque, cuando se tienen demasiadas ocupaciones en el día, pareciera que efectivamente no hay tiempo que alcance y que el día debería tener dos o tres horas más para no tener que posponer aquello que realmente nos llena, nos nutre y nos permite vivir en este mundo loco. Así, le tenemos que robar minutos al sueño, a los sesenta minutos que nos dan en la oficina para comer, o a las vacaciones para tener que hacer todo aquello que nos gusta pero para el que no tenemos tiempo, porque primero hay que trabajar. No siempre es así, cuando se es niño, el tiempo pareciera que trascurre más lento y el día nos puede parecer largo y aburrido, y constantemente preguntamos cuánto falta para mi cumpleaños, cuánto para Navidad, cuánto para que terminé el año. Y a los consejos de los viejos se los lleva el viento, y el tiempo se lleva a los abuelos, los padres los tíos y a todo aquél que quiera dar un consejo a los adolescentes que no experimentan en cabeza ajena y que al tener “todo el tiempo del mundo”, dejan todo para “al ratito”, o para el mañana que será otro día en el que dirán: “Después lo hago, luego lo terminó, ¡chin, se me olvido!...” Para cuando nos llega la jubilación ya nos queda poco tiempo, y entonces recordamos esos pendientes y vamos a ellos, los rescatamos del olvido, porque si bien, tuvimos hijos y plantamos árboles, aún no hemos escrito un libro.
-Y eso es todo, no es cuento, ni poesía, es lo que escribí para este último día; algo autobiográfico, pues así me paso a mí: trabajé, trabajé y trabajé sin darme ni tener tiempo para mí, ni para mis cuentos y ahora que soy viejo, viudo y mis hijos se han ido a ocupar su tiempo en trabajar para llevar la comida y el sustento a sus casas, recordé aquellos viejos cuentos que escribí en la adolescencia y que guardé tanto tiempo, según creía, en el armario, en el que sin embargo no estaban cuando fui por ellos, para rescribirlos, para pulirlos, para impregnarles mi experiencia de hombre viejo. Sólo encontré algunos apuntes dispersos y una lista con los títulos de aquellos cincuenta cuentos de mi adolescencia. No me importó, mi mente recordaba la trama básica de todos ellos, y pensé en rescribirlos, y lo hice, logre reconstruirlos casi a la perfección, aunque como decía, no hice más que pulirlos y embutirles mi experiencia de hombre viejo, de hombre de letras, que es lo que soy ahora; pues consideró que a mis noventa años, es en lo que me convirtió este taller de lectura y redacción que atinadamente dirigió y llevó a cabo el maestro... El maestro... Este, este...
La intervención del escritor, conferencista y tallerista responsable de aquel curso de lectura y redacción para gente de la tercera edad, salvó a don Canuto del dilema que para él representaba enfrentarse a su nuevo enemigo, la enfermedad de Altzheimer:
-Bien, ¿alguien más que quiera leer lo que hoy en este último día de taller, escribió?
Pequeños poemas, cuentos y autobiografías fueron leídos en lo que le restaba a la tarde, y aunque para los autores de los mismos, el maestro tuvo palabras de elogio y alabanza un poco exageradas, él sabía que de todos esos alumnos sólo don Canuto le hecho todas las ganas y aprovechó al máximo el taller de lectura y redacción, por ello, le dijo al último, al despedirse definitivamente de él:
-Don Canuto, espero que escriba más cuentos, los que si usted quiere, le puedo comentar aquí en la casa de la cultura, en donde ahora impartiré el mismo curso a adolescentes. Venga cuando usted quiera.
-Gracias, maestro. Muchas gracias. Pero créamelo, ya he escrito todo lo que quería escribir, o rescribir. De hecho, escribí otros cuarenta cuentos más. Aquí lo tengo todo- elevó un poco la laptop que el maestro le enseño a usar-. Pienso imprimir mis noventa cuentos, uno por año de vida, en un libro, que regalaré a todo aquél que se deje.
-La literatura será la única perdedora si usted deja de escribir- agregó el maestro.
-¡Já! Otra vez gracias, maestro, pero aunque lo quisiera, no podría escribir... Todo se me olvida... Ya ve que hasta su nombre olvidé hace un rato.
El maestro no dijo más, y dejo ir a don Canuto, a quien acompañó con la mirada, pero su mirada no pudo ver que esa tarde, en el parque, en que descansaba camino a casa, la enfermedad del olvido, el Alztheimer, se instaló en el anciano, y le hizo olvidar la laptop en la banca, extraviarse en el monstruoso Distrito federal y vagar por sus calles hasta convertirse en la inspiración para el personaje de un cuento, que un adolescente escribía, pero que al paso del tiempo dejo inconcluso.
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Bertha Sánchez -